Molina es la capital natural de un extenso señorío, que mantuvo durante siglos su independencia y sus peculiaridades frente al poder de los reinos de Castilla y de Aragón. La villa alcanzó el rango de ciudad por su heroico comportamiento durante la guerra de Independencia.
Asentamiento celtibérico, del que existió un castro en el lugar que hoy ocupa el castillo, Molina fue ya independiente en tiempos del dominio árabe. Dividido el califato en reinos taifas, en esta villa reinaron descendientes de los Beni-Hud, procedentes de Zaragoza y Calatayud.
Tras la ofensiva de Alfonso VI en 1085, en la que toma Toledo, Guadalajara y todo el valle del Henares, Molina permanece aún cuatro décadas en poder musulmán, aunque sus reyes pagan tributo a Castilla. Hacia 1129, el rey de Aragón, Alfonso I El Batallador, conquista definitivamente los territorios del alto Jalón, con Medinaceli y Sigüenza, y el enclave de Molina.
No permanece mucho tiempo esta tierra bajo dominio aragonés, pues lo cede el Rey a su esposa, doña Urraca de Castilla, y de ella pasa a su hijo, Alfonso VII, quien lo otorga a su vez a uno de sus nobles, don Manrique de Lara.
Bajo dominio de don Manrique, el señorío de Molina adquiere enorme importancia y llega a convertirse durante dos largos siglos en un pequeño estado propio, que sólo nominalmente rinde vasallaje a Castilla. También reconstruyó el antiguo castillo árabe, fortificó la villa y mando edificar numerosas iglesias.
Modélico es el fuero que, en 1154, otorga don Manrique a la villa; y gracias a él, las antiguas tierras despobladas registran una enorme afluencia de gentes llegadas de muy diversos lugares, que convierten el señorío, ahora con un liberal gobierno comunero, en uno de los más prósperos de la región. Algunas peculiaridades de aquel Común de Villa y Tierra han llegado, como tradición, hasta nuestros días, como es el caso de la Comunidad del Real Señorío de Molina y su Tierra y también la Cofradía Orden Militar de Nuestra Señora del Carmen.
La independencia del señorío llegó a su fin a finales del siglo XIII, cuando la última señora, doña María de Molina, casó con Sancho IV de Castilla.
La transición de los siglos XVII y XIX golpea a Molina como a otros lugares guadalajareños. Primero con los desastres de la guerra de Sucesión, que enfrenta a las Casas Reales de Austria y Francia y más tarde, con la guerra de Independencia.
En 1809, Molina padece un duro saqueo de las tropas napoleónicas al mando del general Suchet. Pero es un año más tarde cuando se provoca el gran incendio que destruyó buena parte de la ciudad y en el que ardieron más de seiscientos edificios. Finalmente, el brigadier Juan Martín El Empecinado logra expulsar a los franceses de la zona, aunque aún volverían a dominar Molina en 1812. Por el heroísmo de la villa y de sus habitantes, las Cortes de Cádiz concedieron el título de Ciudad a Molina.
Molina de Aragón es un lugar (una de las tres ciudades con que cuenta la provincia de Guadalajara) que rebosa historia y arte por sus cuatro costados. Capital del Señorío de Molina, su nombre lo citan la crónicas árabes al contar los triunfos de Tarik. Fue conquistada en 1129 por Alfonso el Batallador, rey de Aragón aunque consorte de Castilla, y en 1140, debido a las diferencias entre Alfonso VII de Castilla y don Ramiro el Monje de León, pasó como señorío al conde castellano don Manrique de Lara. Fue incorporada, a la muerte de su señora doña María de Molina, esposa de Sancho IV el Bravo, al reino de Castilla, y durante unos del siglo XIV, al de Aragón, volviendo a pertenecer a Castilla en 1375. Varias guerras pasaron devastadoras sobre ella, como las de Sucesión y la de la Independencia, durante la cual, en 1811, fue incendiada por los franceses, y el sufrimiento de sus habitantes fue recompensado con el nombramiento que las Cortes de Cádiz le hicieron de «Ciudad» Muy Noble y Muy Leal, a más de Valerosa.
En 1965 se declaró a Molina de Aragón conjunto histórico-artístico. En otro orden de edificios, debemos recordar la iglesia románica de Santa Clara, construida en la segunda mitad del siglo XII. Sus muros son de sillar fuerte y en el interior, de una nave con acentuado crucero, se ven soportes románicos, coronados por capiteles finamente tallados. El arco triunfal es ligeramente apuntado, y la cubierta de crucería simple, del tipo cisterciense en el crucero y bóveda apuntada en la capilla mayor. El ábside y la portada sur son netamente románicos.
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