(para el sosiego)
Por la sierra norte de Guadalajara las jaras habían comenzado a florecer y a cubrir de blanco las laderas del Alto Rey. Pero aquí, en las faldas de los chatos montes alcarreños, de la Alcarria alta, por tierras de Bujalaro, en una mañana de gloriosa y madura primavera, lo que ha florecido son los espinos albares, y sus delicadas flores proponen a los sentidos su trémula belleza y sus tenues olores.
Ha llovido. No ha dejado de llover. Rezuma el campo y en los bachos aun espejea el agua. Esta lavado el cielo, empapada la tierra, dulce la luz y tierno el vegetal.
He venido a cazar el corzo, pero estas primeras luces del día me están dando ya mucho más. Hasta donde se extiende la vista -que transita por despejados y alomados espacios presididos aún por los verdes de las mieses que empiezan a encañar- hasta ir a rebotar sobre la sierra por la que vine ayer, la naturaleza es una explosión de vida.
Lo es en cada uno de sus átomos, en cualquier rincón, en cualquier vallejo, en sembrados y baldíos, por viñas, trigales, olivares, cerezos y nogueras, en el mismo cielo, limpio y fresco, en el aire que llega cargado de efluvios y reclamos de todos los pájaros elevándose y parpadeando en la atmósfera al paso callado del cazador.
Cuando éste pone el pie donde no ha llegado la reja y la labor, en la zona de claros, montecillos y aliagares que preceden a la linde del monte donde cierran filas chaparros, carrascas y las siembras, el espliego, el tomillo y la ajedrea levantan oleadas de intensos olores a cada pisada.
He visto alguna perdiz alzarse apresurada, a otras más las oigo cantar ocultas. Me alegra más que nada la frecuencia con que se eleva la voz, como una sonora campanilla, de las codornices, antes tan frecuentes ahora tan escasas, pero que parecen haber venido en mayor número este año de lluvias abundantes.
En una fuentecilla, cerca de la casa derruida que algún día lejano cobijó sueños de humanos, sale de entre las zarzas hacia el espesar del monte bajo un conejo como un rayo. No voy a ver ninguno más en la mañana, pero éste ya es mucho.
He contado torcaces, alguna tórtola y hacia el soto de El Calzarizo veo bajar una oropéndola macho y, luego la oigo cantar en la chopera, lo mismo que insistente y muy cercano suena el canto del cuclillo.
Al otear con los prismáticos los rebordes de las cebadas en busca de algún movimiento que delate a mi presa, aparece la grácil silueta de un aguilucho cenizo que como una pardela jugando con las olas del mar, va volando casi a flor de estas olas de cereal mecido por el viento.
Es misión imposible detectar a los corzos. Todo está a su favor, hierba y mieses tienen tal altura que les basta y sobra para desaparecer. Es uno el que me detecta a mí y me “ladra” mientras se aleja ascendiendo por la falda del monte. Va a ser toda la señal que me den, aparte de sus huellas, de su presencia.
Pero no importa, sobra para la felicidad con la mañana y cuando ya remonto hacia el viso del monte, desde el que me ofrece las faldas y hondonadas de robledales alineados de Henarejos, bajando hacia la serpiente de los chopos que delatan al río atravesando su valle, no hay nada que me falte. Y si algo me faltaba entonces salta, casi bajo mi pie, un poderosa y robusta codorniz que, con un vigoroso y corto aleteo, se va a dejar caer entre la mies, en el mar de mieses que fue la Alcarria alta de Guadalajara cuando la madura primavera del año de gracia de 2007 estuvo allí en todo su esplendor para quien quiso ir a verla.
¡artículo escrito por Antonio Pérez Henares en mayo del 2007
Gracias por esa prosa y esa elegancia.... al contarnos tu experiencia por esta tierra, en la que yo nací, y que efectivamente explota de colores en la primavera.
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