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leyendas de Brihuega



“El burro del Diablo”




Yo conocí aquel Brihuega
de los tiempos semibárbaros
en que no había papeles,
ni cines, ni siquiera autos.

El mayor lujo en los viajes
era ir en coche o en carro
para llegar hecho polvo
si el viaje era un poco largo.

Al que gastaba reloj,
como no fuera un letrado
o un ricachón, le tenían
por vanidoso y fantástico.
Quiero decir, que no andaba
como hoy tan suelto el regalo,
ni las modas se imponían
con tan lúbrico descaro.

Pero andaban los telares
de las fábricas de paños,
de pañuelos y bayetas
que inundaban el mercado
y hacían que en los hogares
entrasen muy buenos cuartos

Desde el padre que atendía
al telar o a los hilados
a los batanes o al tinto
y la mujer al bordado,
al exmote o la urdimbre,
hasta el travieso muchacho
que se hacía las canillas
como quien dice jugando.

Los labradores de entonces
ninguno usaba zapatos,
se calzaban con abarcas
de cuero y se iban al campo
a trabajar como buenos
en su viñas y sembrados,
sin regateos del tiempo,
y sin más ley ni jurados
que los que a todos impone
el sentimiento cristiano,
en aquel tiempo vivido
por amos y por ciados.

Y trabajaban alegres,
pues siempre estaban cantando
cuando en las viñas abrían
sus legones nuevo tajo,
como cuando en la besana
arrojaban con fe el grano,
y era que todos llevaban
“mens sana in córpore sano”.

Las huelgas de aquellos tiempos
eran los amenos prados
que en las riberas del río
convidaban al descanso,
bajo la recia chopera
y los securales álamos.

Allí corrían el toro
a fuerza de sendos tragos,
de cuartetas y ovillejos
que hacían con pie forzado,
para solaz de sus rondas
poetas improvisados.

Allí pasaban las Pascuas
y días grandes del año,
comiéndose los corderos
mejores de sus rebaños
en paz y gracia de Dios
con sus fieles operarios
los amos de aquellas casas,
hijos también del trabajo,
porque al par que se tejían
pañuelos de hermosos ramos,
y se adornaban con flecos
de vistosos enrejados,
se entretejían las almas
con cordialísimo abrazo
como Dios quiere que vivan
en la tierra los hermanos.

Síntesis de esta armonía
y de tan familiar trato
eran las festivas rondas
de bandurrias y guitarros,
violines, panderetas
y otros instrumentos varios
que paseaban las calles
alegrando al vecindario.

Sus cantares casi siempre
eran de sabor cristiano.
patrióticos, regionales
o concernientes al barrio
por donde iba la rondalla
dulces ecos despertando.

Sobre todo en Navidad
se cantaba un aguinaldo
que daba gloria a los cielos,
contento a propios y a extraños
y al infierno mucha rabia,
como lo prueba este caso
que para ejemplo y memoria
aquí quiero consignarlo.


Una noche oscura y fría
y esto que voy a contar
dicen que allá sucedía
cuando ni un farol había
en las calles del lugar.

Y eran de las Navidades
las fiestas tan renombradas,
pero en aquellas edades
eran pocas las ciudades
que estaban iluminadas.

Así en cuanto anocheció
quedó la villa desierta,
pues la gente medio muerta
de frío se recogió
y hecho la tranca a su puerta.

Solo una ronda de mozos
el frío desafiando
iba las calles cruzando
y con grandes alborozos
al Niño Jesús cantando.

Entre una y otra canción ,
propias de la Nochebuena,
también la jota serena
cantaban con emoción
a Brihuega y su Morena.

Brihuega, el de sus amores,
De sus fuentes y sus flores
Y de su alegre solar.
El de las mieles mejores
Que la Alcarria suele dar

Su Morenita, María,
La Virgencita risueña,
la que en jubiloso día
apareciese en la Peña
de perenne poesía.

Y así las calles rondando,
con cantares de esta traza,
se fue el tiempo deslizando,
la media noche sonando
en el reloj de la plaza.

Cuando al doblar un esquina
de calle que no se nombra,
Hacia la puente Blanquita
aparecióse una sombra
medio envuelta en la neblina.

¡un burro! A una exclamaron
dos de los que iban primeros,
y más que un cohete, ligeros,
en el burro se montaron
como ágiles caballeros.

Los demás
que ven el lance
y que el burro no se mueve,
montan también
y eran ¡nueve!

Sin que a nadie se le alcance
ser un misterio y no leve
que un asno aguante y se alargue
como si fuera de goma
según más jinetes cargue
y que el juicio se aletargue
echándolo todo a broma.

Apenas montó el postrero,
sin poderse contener,
como si algún avispero
llevase pegado al cuero,
el jumento echó a correr.

Y cuesta abajo corría
cada vez más codicioso
creciendo la gritería
de la ronda junto al Coso,
y en el Arco de la Guía.

Al penetrar en el Prado
alguien ya cuenta se dio
de que algo no acostumbrado
era aquello y muy turbado
de lo hecho se arrepintió.

Pretendió abandonar luego
la bestia, mas yo discurro
que si va el correr tan ciego
no es cosa de fácil juego
el apearse de un burro.

Así van muchos montados
en el burro de su vicio,
sin mirar los desgraciados
que caminan alocados
de cabeza al precipicio.

Y al suyo iban por su mal
los jóvenes de mi cuento,
pues el maldito jumento
se dirigía al riscal donde
el pueblo hace su asiento.

Imponente y duro tajo
de rocas, al que Brihuega
le llama la Peña Abajo,
porque le hace el agasajo
de ser balcón de su vega.

Y de aquel derrumbadero
ya estaba en el borde mismo
disponiéndose ligero
a arrojar en el abismo
la carga con golpe fiero.

Cuando de Santa María
en el campanario erguido
sonó un lúgubre tañido,
así, como de agonía,
por el viento conmovido.

Y casi en el mismo instante,
como eco de la honda breña,
se oyó un grito suplicante
a la Madre más amante,
a la Virgen de la Peña.

Eran los mozos, que al cabo
se daban cuenta cabal
que aquel extraño animal,
desde la cabeza al rabo,
era una bestia infernal.

Y clamaron a María
y la Virgen los oyó,
El burro en seco paró,
y en la noche oscura y fría
como humo se disipó.

A la siguiente mañana,
y desde hora bien temprana
ya estaban ante el altar
de la Virgen Soberana
los nueve de mi cantar:

Con sus velas encendidas
de su gran piedad enseña,
dándole gracias rendidas
a la Virgen de la Peña.

¿historia o cuento?
no se, yo sólo a mi pueblo hablo,
a Brihuega a quien hallé
dando siempre entera fe
a esta leyenda del diablo.

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