publicidad

Peñalver, "mieleros de pro"

El caserío de Peñalver se distribuye, tendido, por la empinada ladera de un cerro orientado a levante. Constutuye un conjunto de cuestudas callejas, de rincones y pasadizos, de largas calles evocadoras. Aaí se asienta en el inicio del valle que alberga luego a Tendilla, cerca de donde nace el arroyo de este nombre.

Peñalver ya existia en el siglo XII, se cree que pertenecía a Dª Berenguela, madre de Fernando III el Santo, señora que fue de Guadalajara. Fue lugar de Orden de San Juan y cabeza de la Encomienda. En 1272 el capítulo de la Orden concedió fuero propio al lugar. El comendador tenía su residencia en el castillo, situado en lo más alto del cerro, sobre el pueblo.

Se hizo villa y aún conserva su picota a la entrada del pueblo, por el camino de Tendilla.
Poseyó castillo y muralla que cercaba todo el caserío. Del primero sólo quedan leves restos en lo más alto del cerro.

Hoy está convertido en cementerio y se pueden visitar las raices de sus anchímos muros, y algunos gruesos paredones, restos de sus torres. Debió de ser muy bello. De la muralla que cerró el pueblo, sólo brevísimos restos quedan, esspecialmente de las dos magníficas puertas que daban entrada a la villa por sus extremos norte y sur.

Es recomendable la visita a los restos del castillo y las murallas .
La picota situada en la parte norte. En el centro del pueblo los restos de la que fue la primitiva iglesia, de estilo románico, de evocación a Nuestra Señora de la Zarza.


La monumental iglesia parroquial del siglo XVI, dedicada a Santa Eulalia, con interesante portada principal. Destaca la pila bautismal, del siglo XVI, con bella decoración geométrica de arcos entrelazados en su franja superior. Interesante la cruz procesional, en plata sobredorada, del siglo XVI.

En el término se pueden visitar algunas sencillas y bonitas ermitas.
En la caida de la meseta hacía el valle de Tendilla, junto a la actual carretera de los lagos, se pueden visitar las ruinas de lo que fue un gran convento franciscano de la Salceda. En un breve y típico vallejo de la pura Alcarria, a los pies de su viejo castillo, en cuesta permanente sus calles y plazas, tiene Peñalver todos los ingredientes del pueblo típico alcarreño.


Calles estrechas, casas de adobe y madera, pintorescos rincones íntimos donde a la caída de la tarde, en el verano, se reúnen los vecinos a charlar y repasar historias de meleros que se fueron por el mundo a llevar el dulce producto de la tierra: la miel.Peñalver ya existía ya en el siglo XII, y la tradición dice que perteneció en señorío a doña Berenguela, madre de Fernando III el Santo, señora que fue de Guadalajara. Lo cierto es que, desde un principio, este lugar fue de la Orden Militar de San Juan, y cabeza de Encomienda. En el siglo XIII era su comendador Don Esteban. Esta encomienda de la orden sanjuanista se formaba con los lugares de Peñalver y Alhóndiga, y sus vecinos se regían, en un principio, por el Fuero de Guadalajara, y posteriormente, en 1272, el capítulo de la Orden concedió fuero propio al lugar de Peñalver y a sus vecinos.

El comendador tenía su residencia en el castillo, situado en lo más alto del cerro, sobre el pueblo. Fueron comendadores de Peñalver, entre otros, don Juan de Zomorza, mediado el siglo XV, y don Alberto de Lago, a comienzos del XVI. Perteneciendo todavía a la Orden de San Juan, en la primera mitad del siglo XVI, Peñalver se hizo villa, con justicias y regimiento propio. Prueba de ello es la picota que todavía existe a la entrada del pueblo, en el camino de Tendilla.


En 1552 fue vendida la villa a don Juan Juarez de Carvajal, obispo de Lugo, hombre de reconocido prestigio en las letras y ambos derechos. Murió de prebendado en la catedral de Toledo, y con su inmensa fortuna, las villas de Peñalver y Alhóndiga, y doce mil ducados, fundó un mayorazgo en la persona de su hijo don García Juarez de Carvajal.

Los impuestos que padre e hijo intentaron sacar a los peñalveros, y su régimen despótico y poco respetuoso con los vecinos, hizo que estos siempre mantuvieran pleitos contra sus señores. La familia siguió, durante varias gene-raciones, en posesión del pueblo, pasando después a otras familias en virtud de casamientos, entre ellos al marqués de Almenara, y al duque de Hijar, quien la tenía en el siglo XVIII, poco antes de la desaparición de los señoríos.

Poseyó el pueblo un castillo y una muralla que cercaba todo el caserío. Del primero solo quedan leves restos en lo más alto del cerro sobre el que asienta la villa. Hoy está convertido en cementerio, y se pueden visitar las raíces de sus anchísimos muros, y algunos gruesos pare-dones, restos de sus torres.

El castillo, tanto por su posición, como por las descripciones de antiguos cronistas, debió ser muy bello: todo su recin-to se componía de muralla almenada, con grandes torreones cúbicos en las esquinas, y una torre del homenaje de mayor envergadura.

De la muralla que cerró al pueblo, solo levísimos restos quedan, especialmente de las dos magníficas puertas que daban entrada a la villa por sus extremos norte y sur, corriendo de una a otra la larguísima y sinuosa calle Mayor, cuajada de casas de añejo carácter alcarreño. Ante la puerta norte, de la que queda un compacto muro de mampostería, se alza el rollo o picota, símbolo de villazgo. Es una alta columna cilíndrica de piedra, rematada en varias molduras, con un par de tallados escudos de la Orden de San Juan.

Destacando sobre el resto de las construcciones de la villa, se alza la monumental iglesia parroquial, dedicada a Santa Eulalia. Es un edificio construido en el primer cuarto del siglo XVI, de robusta estructura, que en el exterior presenta de interés la gran portada principal, orientada al sur, en la cual aparece, bajo un arco escarzano todo el paramento cuajado de tallas.

En lo alto se ve, la Virgen con el Niño adorada de ángeles; dos medallones con bustos de San Pedro y San Pablo; y a lo largo de toda la portada una interminable y magnífica serie de frisos y pilastras cuajados de grutescos, roleos, escudos, conchas y símbolos de peregrinaje santiaguista. El interior del templo es de tres naves, cubiertas de valiente crucería gotizante, sujeta de haces de columnas adosadas, todo ello conformando un conjunto armónico, tan propio de los comienzos del siglo XVI, en que el modo gótico se entremezcla al naciente plateresco.

Entre sus piezas artísticas destaca el gran retablo, obra magnífica con pinturas y esculturas, realizado por artistas desconocidos en el primer cuarto del siglo XVI.


Hoy restaurado, muestra su estructura gótica con tres cuerpos horizontales y una predela inferior, partiéndose por igual en cinco calles, la central a base de trabajo escultórico, y las cuatro laterales, simétricas, con pintura sobre tabla.


Cubre todo el conjunto un guardapolvos que arranca desde el primer cuerpo y modela el calvario cimero: es un guardapolvos que se decora con motivos claramente renacentistas, a base de grutescos, y que alberga a trechos emblemas de la Pasión de Cristo.

A Peñalver conviene ir en una mañana limpia de domingo. A la hora del Angelus llega la furgoneta del panadero de Berninches, abre los bajos del Ayuntamiento, y se forma enseguida una larga hilera de mujeres y hombres, sobre todo hombres, que van a comprar el pan. Los tiene a raya detrás de unas baldosas en que se lee "Espere su turno", y el viajero aprovecha para ponerse a lo cola y llevarse, por un par de Euros, un enorme bolsón lleno de panes olorosos, de tortas secas y magdalenas enormes y cuadradas.

Es el respiro alimenticio de una mañana empleada en patear Peñalver, el pueblo hondamente alcarreño del que ha salido, y sigue saliendo, la tropa más entusiasta y animosa de gentes que han propagado el nombre de la Alcarria por todo el país: los mieleros.


La historia de Peñalver es magra y tiesa: una historia en la que aparecen los caballeros de San Juan, a cuya Orden religioso-militar perteneció este pueblo desde la Edad Media hasta el reinado de Carlos I. Luego el emperador lo sacó a subasta, y lo compró la familia de los Suárez de Carvajal. Quien lo compró era obispo de Lugo, pero se lo dejó en herencia a su hijo, y este a los suyos, y de ahí vino a las manos, cómo no, de los Mendoza, en su rama de los marqueses de Híjar. Hoy ese título (que no el señorío) lo lleva todavía doña Cayetana, la grande de España que empieza su listado de títulos por el ducado de Alba.

Y poco más pasó por aquí, en punto a historias. Las que más suenan son las íntimas, las vividas por cada uno de los hijos de Peñalver, que han sido en su mayoría mieleros, y han pateado España, y aún el mundo, vendiendo la miel de sus colmenas, y los quesos de sus ovejas, y los chorizos de sus cerdos.


De los mieleros hizo hace unos años un precioso reportaje/historia nuestro director Pedro Aguilar, que se las sabe todas de la Alcarria. Y de ahí han ido viniendo los homenajes y los recuerdos hacia estos personajes, que ya han desaparecido, al menos con las características que antaño tuvieron: el camisón amplio y negro, la boina generosa, las alforjas de colores, cargadas de alimenticios productos, el tarro de la miel, y el vocerío: ¡¡Miel de la Alcarria....!! ¡¡De la Alcarria miel...!!

A los mieleros de Peñalver se les ha rendido un merecido homenaje. En forma de estatua, por diversos sitios. Tienen una en Guadalajara, en el barrio de Aguas Vivas, al inicio de la avenida de El Atance.


Y la Casa de Guadalajara ha considerado idóneo crear como su más preciada condecoración el mielero, ora de plata, ora de oro, ora de barro en estatuilla... Pero los mejores homenajes se los han dado en el propio pueblo.

La habilidosa mano del profesor Parés, fraguó y puso en bronce una estatua de mielero en la plaza mayor de Peñalver, junto al mirador desde el que se divisan las ondulaciones de la tierra.

Y poco después, se ha puesto otra en el círculo o rotonda que sirve de acceso al pueblo por la carretera N-320, protegido por el arte geométrico de Francisco Sobrino, que puso un pirulí retorcido tan alto como le dejaron, porque él quería más, pero a Obras Públicas se le acabó el dinero y se quedó a medias. El caso es que para quien quiera saber donde ha llegado, si acude a Peñalver, no tiene más que ver esas estatuas: a la tierra de la miel y de las gentes que la llevaron por todas partes.

En una mañana se ve Peñalver. Se recuerda su historia, el quehacer de sus gentes, y algunas maravillas que quedan por ahí, escondidas. Yo recomendaría tres: a) la iglesia de Santa Eulalia, con un retablo en su interior que es para quitarse el sombrero. B) el Museo de la Miel, que se lo montó, él solito, Teodoro Pérez Berninches, y ahora lo cuida Clemente Yélamos, el alguacil, para gusto y admiración de los turistas. Y c) el rollo o picota de villazgo, que está tan tieso a la salida del pueblo, en dirección a Tendilla, en el vallejo.

Además de ello, en Peñalver conviene patear sus cuestas, y mirar perspectivas casi imposibles de curvas, pasadizos y microcalles. Conviene alzar la vista hacia el cementerio, que está abrigado aún de los murallones recios de lo que fue castillo de los sanjuanistas. Y rememorar la iglesia románica de Nuestra Señora de la Zarza, que está como escondida entre edificios, pero que aún muestra el aire solemne de su ábside semicircular. Dice la tradición que albergó ceremonias de caballeros templarios.

Y así en la iglesia habrá que mirar la portada, de un estilo plateresco exuberante y perfecto. Como salido de las manos de Alonso de Covarrubias, cuajado de grutescos, símbolos romanos y peregrinos, apóstoles, vírgenes, todo ello tallado en la pálida piedra caliza de la zona. El interior es de tres naves, espléndido y amplio, cubierto de bóvedas nervadas, con una pila de origen románico, y un altar que... bueno, dejaremos su descripción para otro día.
Porque ahora, ya restaurado completamente, es una de las joyas del Renacimiento más impresionantes con que cuenta la provincia de Guadalajara. Obra posible del Maestro de la Ventosilla, está todo él cuajado de pinturas representando escenas de la vida de la Virgen.
El Museo de la miel, único en España, tiene todo tipo de trebejos relacionados con la profesión de apicultor y de mielero, más carteles, fotografías, premios, tarros, colmenas y artilugios avícolas.
La picota, al final del pueblo, enfilando el camino escoltado de nogueras y rebollos que va a llevar hasta Tendilla entre cerros, sotos y zarzales, es otra interesante cosa de ver: representa la capacidad de Peñalver para administrarse justicia a sí misma: la autonomía jurisdiccional que daba el villazgo. Es una columa cilíndrica sobre tres niveles de escalones circulares, y en lo alto, dos escudos tallados, y ya casi borrados, con el escudo de la monarquía, más los restos de unas cabezas de leones, unos adornos grecos, y un florón, todo ello desgastado de la humedad y de los siglos.


Salir de Peñalver por el vallejo
La mañana de otoño está fresca, y el vallejo del Prá se viste de hojas secas por todas partes. Al bajar por el camino, me encuentro a un viejo conocido, que en traje de faena está sacando nueces de entre el maremagnum de hojarasca húmeda que se ha acumulado sobre el suelo. Es Teodoro Pérez Berninches, el hombre que nunca puede estarse quieto. Teodoro fue alcalde de Peñalver muchos años, y además fue diputado provincial, y hombre con mucho mando aquí y allá.
Ahora se dedica a su empresa, que consiste en sacar miel de las colmenas, y comercializarla por todo el mundo. En un momento, y mientras me llena una bolsa de las mejores nueces que ha encontrado, lanza un rosario de opiniones sobre todo lo divino y lo humano. Teodoro es un hombre cabal, un hombre trabajador y lleno de opiniones.

Tal como me ha dicho, el camino hasta Tendilla está mal. Ha llovido mucho en las últimas semanas, y a trechos la cinta de terreno se pierde en barrizales y charcos que parecen pantanos. Donde se junta el barranco del Vallejo con el del Prá, hay juncos secos, tierras encharcadas, las ruinas de un viejo tejar, y mucho sol por los altos. Es un día hermoso, silencioso, fresco, en el corazón mismo de la Alcarria.

Para los amantes del arte, la visita a Peñalver no puede obviar la admiración in situ del gran retablo renacentista que luce, ahora restaurado, en la iglesia dedicada a Santa Eulalia. Es admirable, y puede ser calificado como obra de la mejor "escuela castellana" de comienzos del siglo XVI. Lo han restaurado con esmero y paciencia, y en él se ven decenas de escenas sacras, relativas a la vida de la Virgen y la Infancia de Jesús, escoltadas de apóstoles y santos varios. En el centro, una talla gótica de la Virgen. Todo él se cubre de un guardapolvos en el que van pintados símbolos de la pasión, y entre las tablas pintadas se alzan delicadas columnillas, sobredoradas, con figuras y pináculos.

Su autor, aunque no documentado, pudo ser el llamado "Maestro de la Ventosilla". Activo en el primer tercio del siglo XVI, con taller abierto en Burgo de Osma, fue el autor de un importante retablo conservado hoy en la iglesia de Nuestra Señora del Manto, de Riaza, y de un cuadro expuesto hoy en la iglesia de Fuentemolinos, más alguna otra obra en el Museo Provincial de Burgos. En suma, una fiesta de color y formas que merece ser admirada.

No hay comentarios:

Google